lunes, 11 de julio de 2011

La Academia contra El Conocimiento (No. 1)

1943, la Corte Suprema de Estados Unidos emite un fallo ejerciendo una justicia de dos filos. Guglielmo Marconi ya no es el padre de la radio, fundamental en la Gran Guerra y escuchada en todo el mundo. Su verdadero creador había muerto unos meses atrás: el asombroso ingeniero Nikola Tesla (1856-1943) nacido en el antiguo imperio austro-húngaro, que patentó docenas de inventos, ganó el aval científico del influyente Kelvin, resolvió muchos problemas técnicos e imperfecciones de los inventos de Tomás Alva Edison (para quien trabajó en vano, pues al final le escamoteó los pagos) y convenció a Westinghouse de construir la primera represa en el mundo –en Niagara Falls- para la generación y uso masivo de corriente alterna. Fue el creador de los motores responsables de la “nueva revolución industrial” del Siglo XX.

Buscando desprestigiarlo, Edison, el “mago de Menlo Park”, con alguno de sus colaboradores, creó la silla eléctrica y “demostró” la peligrosidad de la corriente alterna, que sobre todo amenazaba a Edison Machine Works, empresa que explotaba la corriente continua. Electrocutaron gatos, perros y hasta un elefante…antes de probar su eficacia de maneras más tenebrosas, dejando claro anticipadamente, que las afirmaciones de Einstein tenían fundamento: de los dos probables infinitos, el universo y el de la estupidez humana, sólo había que dudar del primero…

Tesla no hacía planos de sus inventos, los concebía en su imaginación, en todas sus partes, y simplemente estaba seguro de su eficacia. No se equivocaba. El dominio de la mecánica y la electricidad, su comprensión de la naturaleza íntima del electromagnetismo, no sólo en el sentido físico y matemático sino en cuanto a su eventual significado en la vida humana, eran la parte reconocidamente brillante de su pensamiento.

Pero había otra, que los académicos rechazaban, inclinada a asegurar que en poco tiempo estaríamos en contacto con habitantes de otros mundos y que serían posibles el radar, la robótica y la tele-transportación…lograda, sin embargo, en 1997 por el profesor Nicolás Gisin de la Universidad de Ginebra al llevar “la identidad” cuántica, es decir, la información sobre las propiedades de un fotón, a una distancia de 55 metros, sin mover al fotón y utilizando el estado de “entrelazamiento” que “une” partículas subatómicas sin importar la distancia a la que se encuentren físicamente. Sir Roger Penrose, de la Universidad de Oxford (quien probó con Hawking la formación de singularidades en el universo y autor de El Camino a la Realidad), partiendo del teorema de incompletitud de Gödel, intenta, con el médico anestesiólogo Hameroff, comprender estas mismas propiedades y aplicarlas en una nueva concepción de la mente humana, que reconozca en ella una realidad no cuantificable…

La Academia Sueca premió con el Nobel a Marconi en 1909 por “su” invento, que se basaba en logros y unas 14 patentes del ingeniero serbio, el primero en darse cuenta de que las ondas de radio podían reflejarse en la ionósfera, según lo demostró en 1894. El fenómeno fue utilizado en 1901 por Marconi para enviar una señal que cruzó el Canal de la Mancha, sacando de su sueño milenario a Mercurio, el dios de sandalias aladas que comunicaba los cielos y la tierra a través del arcoiris: en el Universo se gestaba una nueva Galaxia, la de Gutenberg, y nacía la era de la información que iba a convertir al mundo en la Aldea Global intuida por McLuhan, cuyas implicaciones políticas y económicas analizaron Dieterich y Chomsky.

A la vez, nacía un poder -que para el pensador norteamericano, siempre atento a la responsabilidad de los intelectuales para investigar, denunciar y resistir al abuso de los gobiernos- tomaría forma en Z Comunications (Z Magazine, Z Net, Z Media) que desde 1987 busca a través de la información “un cambio social contra todas las opresiones”. “Z” alude a la película de Costa Gavras (1969), una historia de resistencia ante la farsa política que esconde sus crímenes bajo razones de estado y, como la “V” de Vendetta, de Moore y Lloyd, marca los esfuerzos que redefinen la convivencia humana superando el temible monopolio de la información previsto por Orwell en su 1984.

No era la primera vez que los académicos se equivocaban y la historia lo demuestra. Por otro lado, cuando a Marconi la justicia norteamericana tardíamente le quitó la gloria, no fue por equidad. La razón era política: el padrino de su boda fue Mussolini, algo tan imperdonable como el apoyo radial a los países del Eje que el enorme poeta Ezra Pound ofreció durante la guerra, justificación de su viaje en cadenas y enjaulado, por el general Clark comandante del V ejército, desde la Italia ya en manos aliadas, directamente al manicomio St. Elizabeth, cerca de Washington. Hacia allá peregrinaron Ginsberg, Burroughs y otros grandes de la generación Beat, escuchando sus Cantares. Amigo de Yeats, Eliot y Hemingway, creyó en Joyce. A pocos escritores debe tanto la poesía inglesa… pero sí, era cierto, Pound estaba triplemente loco: además de traducir a Confucio había escrito un extraordinario poema contra la usura, a la que veía como causa de la miseria del mundo y creía que los poetas debían ser “los hombres más conscientes de su tiempo”… Murió en 1972. Una góndola lo llevó al cementerio de Venecia.

Ahora bien, la Academia no es una institución sino una manera de pensar e inevitablemente se transforma en el curso de los siglos y ha llegado a convertirse en la postura “oficial” frente al conocimiento. Academias de Ciencias, de las Artes, de la Lengua, de Medicina, de Historia y otras ¿Velan por la veracidad y precisión de los saberes? Como toda institución humana poco a poco exhiben los efectos de una suerte de “entropía” que las lleva a recelar de ideas “demasiado” creativas, demasiado originales, las que van en contravía de opiniones científicas corrientes.

Aunque hasta su nombre ha perdido exclusividad (hoy existen en muchos lugares, academias de guerra, militares…) su vocación científica es antigua y sus orígenes, venerables: la estableció Platón enseñando filosofía, matemáticas, retórica, en el olivar sagrado que escondía la tumba de Academo, héroe homérico. A unos kilómetros del centro de la actual Atenas, Kolonos aún conserva vestigios de sus gastados escalones y alguna columna, que antes vio cinco períodos de evolución entre filósofos que se consideraban discípulos de Sócrates, aunque, según Cicerón, mantenían posiciones enfrentadas (Jenócrates, Espeusipo, Polemón, Crautor). Con el tiempo derivó irremediablemente hacia la simple erudición que no “producía pensamiento” y se alejaba del saber perfecto, el Mathema original.

Arcesilao, Carnéades, Clitómaco, Filón y Antíoco son los jefes de esta caída sucesiva…Al final, hundidos en el escepticismo propusieron fórmulas eclécticas entre Aristóteles, Platón y los Estoicos. Su éxito fue mínimo. El saber será recuperado solamente por la síntesis neoplatónica de la gran Alejandría, creadora del verdadero “Faro” que alumbró la cultura del Mediterráneo Oriental y con eso, la del mundo conocido en esos tiempos.

En la Florencia de los Médici (1440) la famosa “Academia Platónica”, fundada por Marcilio Ficino y Pico de la Mirándola (que estudió, en sus lenguas, el Corán, la Qabbalah y los Oráculos Chaldaica) reencontró junto a los utopistas el saber griego… gracias al Islam, civilizador de Europa, al haber conservado en su lengua el tesoro del pensamiento antiguo, que a través de Averroes nos mostró a Aristóteles y con Ibn Arabi nos puso en contacto con Platón. El Renacimiento no “recuperó” a los antiguos. Los Antiguos lo forjaron.

En el siglo XVII, las Academias fueron el resultado de la acción de misteriosos personajes como Johann Valentin Andreae, teólogo de Würtemberg, autor de Las Bodas Químicas de Christian Rosenkreuz, Fama Fraternitates y Confessio, libros que además de ofrecer instrucciones alquímicas organizaron un “Ludibrium” (broma, bluff) bajo la forma de una invitación a la reunión de todos los pensadores libres (Descartes los buscó, sin éxito), científicos y filósofos, junto a Kabalistas y Hermetistas, repartidos en Europa por la diáspora judía que después de su expulsión de la Península ibérica alcanzó los Países Bajos y la corte de Rodolfo II. Buscaban reunirlos en el antiguo Palatinado, con el pensamiento del geógrafo, matemático y sobre todo, Mago, John Dee, algo así como el poder espiritual detrás del trono inglés de Jacobo I. Pensaron que “el milenio”, es decir, la Segunda Venida de Cristo, sería posible sólo si progresaba el siglo de la ciencia.

De su influencia nacieron, la Academia de Ciencias francesa (1666), protegida por el Rey Sol y su ministro Colbert, con Fermat –el del temible teorema- Pascal y Descartes como miembros. Del mismo impulso surgió la Royal Society inglesa (1660). Científicos como Boyle -cuya sabiduría química despertó en el Colegio Invisible o Colegio Filosófico (por los “filósofos químicos”, es decir, alquimistas que lo integraban) del que participaba- y pensadores como Bacon alumbraron su regreso al mundo. Con el tiempo se integraron a ella Leibniz y Newton, aportando el cálculo al estudio del color y de la luz en la Óptica que velaba, en lenguaje matemático, sus investigaciones sobre la tradición oral de los hebreos: la Qabbalah y la profética mesiánica, imposibles de exponerse públicamente sin arriesgar la vida. Las excelentes investigaciones de Francis Yates con sus libros Filosofía Oculta en la Época Isabelina y El Iluminismo Rosacruz, arrojan mucha claridad sobre este siglo, antes de “las luces”.

Estos científicos buscaban un saber sin fisuras. Nadie había separado aún el conocimiento oficial del “otro”, al que algunos académicos tildan de “para-científico” y desprecian como portador de información de alguna utilidad. Por eso Newton en 1665 tituló su opera magna: Principios matemáticos de filosofía natural, sentando las bases de la física moderna y la mecánica clásica, para él, todavía saberes sobre la naturaleza. Más adelante, Darwin y B. Franklin fueron miembros de la Academia y tuvieron aún una visión que unificaba, el último por “razones de logia…”

Con el tiempo, la academia se convirtió en un sitio venerable, guardián del saber, pero a veces anclado en prejuicios y sin poder evitar la visión dualista introducida por Descartes (res cogitans y res extensa, o mente y materia…) fue un obstáculo al progreso de la ciencia, y al de las artes.

Fue la pintura académica la que empujó la revolución luminosa de los Impresionistas al Salón de Rechazados: sus obras son ahora contempladas por miles de personas, cada día, en el Museo de Orsay, al lado izquierdo del Sena. La arqueología académica calificó de “mito” a Troya antes de que un antiacadémico Schliemann, conocedor del griego (y otras 6 lenguas) y de la Obra de Homero, comprara la colina de Hissarlik, en la actual Turquía y descubriera no una sino siete “Troyas” superpuestas (1870). Luego exploró los Tolos de Micenas en el Peloponeso haciendo entrar a la Ilíada en el mundo de la “historia oficial”: Homero no contaba un cuento, hablaba de eventos ocurridos seis o siete siglos antes, pero con un lenguaje que no distinguía la tierra de los cielos, el símbolo del hecho empírico, el “saber” aceptado y el pensar inspirado…

La misma academia ve en la meseta egipcia de Gizeh sólo tumbas donde el arquitecto, médico y astrónomo Imhotep construyó los monumentos al conocimiento matemático y astronómico más brillante del mundo antiguo. Sus “científicos”, de una ciencia definitivamente incompleta, tampoco pueden descifrar el software de ese hardware que son las construcciones astronómicas de Teotihuacán o Palenque.

Suponiéndose dueños de la objetividad y la verdad, rechazan todavía cualquier vanguardia en el campo de la investigación o el pensamiento…acusándolas de subjetividad, de inexactitud y aplican la etiqueta “no es conocimiento académico” a toda iniciativa que rebase sus conceptos limitados y auto-sancionados como los únicos valederos, basados en un prejuicio que quiere ignorar que la ciencia no es patrimonio de un grupo, de una cultura, de una época o de una sola forma de pensar. Es más bien “el sentido ilimitado del saber…”

Muchos científicos simplemente no quieren ver cualquier cosa que ponga en peligro sus hipótesis y teorías, a pesar de que no pueden explicar la complejidad del mundo. Hay que concederles razón cuando piensan que están ciegos a muchos mundos, escondidos para ellos en lo que creen “subjetividad”.

El término exacto es creencia, la cual desvirtúa el método científico con el que pretenden actuar, y desvaloriza a priori universos que ignoran, aunque están ampliamente documentados no sólo por la experiencia espiritual de todas partes y todas las épocas, sino especialmente por la verdadera revolución científica, filosófica y epistemológica (Durand) vividas en los siglos XIX y XX, precisamente en el seno de la civilización occidental.

De todos modos y frente a la negación simple de la existencia de una realidad que incluye aspectos que no hemos notado, resulta demasiado extenso mencionar la parte más interesante de la “historia” humana para encontrar argumentos a favor de un universo allende los sentidos y la razón. Ello no nos impide afirmar la inutilidad de creer, con un realismo ingenuo, en la objetividad de la ciencia, insostenible después del siglo XX y en esto, curiosamente, los argumentos no vienen de algún ámbito religioso o místico.

E. Schrödinger, en sus conferencias del Trinity College de Cambridge, en 1956, buscando aclarar las bases físicas de la conciencia, concluyó en la mera conveniencia de considerar la existencia de un mundo “allí afuera”, que sólo se hace patente a sí mismo en ciertos sitios: nuestros cerebros, en tanto que vinculados a los sujetos de la experiencia del conocimiento, sin la cual, la “realidad” toda, quedaría en una “representación en un teatro vacío”. Más cercanos a nosotros, al final del segundo capítulo de su último libro (The Grand Desing), Hawking, antes de referirse a una teoría del Todo, se pregunta si existe una “realidad objetiva”.

Buscando una comprensión sobre estos puntos, es inevitable pasar por el reconocimiento de las demás visiones. Esto tiene su fundamento en la naturaleza de la realidad física:

En un espacio de Hilbert de dimensiones infinitas, cada partícula, para ser, no requiere “ser percibida”, y, contrariando a Berkeley, tiene una existencia que se auto-legitima, representada por una función de onda que muestra las coordenadas de sus múltiples posibilidades de presentación concreta, incluso en diversos estados físicos. El mecanismo es formalizado también por Wronski, sabio matemático muy poco conocido…

Por otra parte, concebido bajo el modelo de un Magnífico Diseño, nuestro universo viene desde su comienzo con todas las historias posibles, dadas entre aquellas “condiciones iniciales” que Descartes y La Place buscaban en cualquier sistema físico. No tiene pues sentido discutir por supuestos como objetividad o subjetividad, apenas dos modos de ser, de todas las cosas y de nosotros mismos. Es más, si desde “cada lado” la visión del conjunto no fuera igualmente coherente y consistente, nadie sostendría su posición con tanto entusiasmo, lo cual sin embargo termina por convencernos de que la nuestra es “la” objetividad, o, peor aún, la única.

Frente a esto, la visión cosmológica reciente afirma más bien un “realismo conforme al modelo elegido”, lo cual nos deja en mejor estado a todos y permite ver que, en última instancia, es cierta la afirmación de Los veinte y cuatro filósofos del Medioevo: cada punto de la realidad es el centro y allí todo está siempre en presente. Un modelo geométrico que integre “espesor” y curvatura espacio-temporal en la forma del universo, da a estas ideas formulación matemática.

Por otro lado y desde hace tiempo, al hablar de “realidad” muchos hombres de ciencia tienen presente que su “explicación científica” es inseparable de lo que el físico Holton llamó “estructuras imaginarias más englobantes”, que condicionan de partida la lectura del fenómeno enfrentado, aparte del hecho comprobado de que la medición objetiva, es decir, la interacción con el observador modifica lo observado.

Esto nos lleva a recordar la historia de la viejecita que asistía a una conferencia donde Bertrand Russell explicaba el origen del Universo y la mecánica celeste relativa a nuestro planeta. La cuenta Hawking, físico de Cambridge y miembro de tres academias: la Inglesa, la Norteamericana y la Romana (más 12 doctorados honoris causa) en su Historia del Tiempo. Nos permitimos relatarla de la siguiente manera:

Mientras el filósofo hacía su máximo esfuerzo por aligerar del peso matemático a un concentrado auditorio que se enteraba de la naturaleza del Cosmos, una anciana que había permanecido todo el tiempo silenciosa, escuchando mientras tejía tranquilamente en una de las filas delanteras, puso a un lado su labor y pausadamente se dirigió al científico, diciendo:

-Pamplinas, lo que usted ha dicho son puras pamplinas. La Tierra tiene forma de media naranja y está asentada sobre una gigantesca tortuga.
-Ah si? Replicó sin inmutarse el matemático-filósofo… ¿Y ésta, en qué se asienta?
-Astuto, muy astuto jovencito: pues en una torre infinita de tortugas…

Con los años, el Tercer Conde de Russell consolidó su prestigio de filósofo y matemático. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1950 por su defensa de la libertad de pensamiento. Agnóstico y ateo, sostuvo a la vez la validez y consistencia del Argumento Ontológico, mejor definido por San Anselmo, aunque interesó tanto al sufí iranio Shorawardí como a Avicena, pasando por Descartes y Gödel; también fue maestro de Wittgenstein…Por todo esto seguramente alcanzó la paz antes de que la Gran X lo reclamara en Febrero del ‘70.

En su momento, la viejecita fue llamada por la Gran Tortuga y hoy sin que nos importe mucho esa “tenaz ilusión a la que llamamos tiempo” -como escribiera Einstein a la familia de su amigo Michel Besso, de la “sociedad filosófica”, muerto un mes antes que él- los dos son recordados por nosotros mientras algo nos dice que su discusión no ha terminado y que, desde cierto punto de vista, simultáneamente ambos estaban en lo cierto. Por esa certeza, cuando concluyó su paso por el mundo probablemente entraron juntos en la Gran Felicidad (Ananda) después de haber vivido a su manera Sat y Chit (en lengua sánscrita: Ser y Pensamiento, sobre el ser…)

Todo esto nos hace pensar, primeramente, que desde la perspectiva de la paz de sus almas es inútil para cualquier extraño tratar de averiguar quién fue “más objetivo” y, segundo: si alguna viejecita aparece en el horizonte, conviene afinar nuestra imaginación, pues ya no hay duda de que son enviadas por el Gran Koan. Entre nuestros amigos fue Eliade, cuando trataba de comprender el significado de la Epopteia, quien se cruzó con una de ellas en el autobús que volvía de Eleusis, era la teofanía de Démeter.

Si abandonamos la física y buscamos en el pensamiento Tradicional, en la comprensión que del Tawil tiene el Islam de los sufíes, está implícito el reconocimiento a la multiplicidad de las visiones y desde allí, para muchos investigadores, lo que se llama, sin rigor, según nuestro modo de ver, “conocimiento académico”, carece no sólo de “alguna otra” dimensión, sino de la multiplicidad inherente a toda manifestación simbólica.

Confucio pensaba que lo más importante para gobernar un Estado era “rectificar los nombres”. Quería decir que las cosas concretas que existían debían coincidir con el significado de sus nombres pues, a la manera del eidos de Platón y en relación con el vid indoeuropeo, estos expresan su esencia: Sólo cuando “el gobernante es gobernante, el ministro es ministro, el padre es padre y el hijo, hijo” -como fue recogido por sus discípulos en el Lun Yu XIII,3 y III,11 (Lun Yu o Analectas es, precisamente, la Discusión sobre las palabras)- es posible llevar una sociedad a su equilibrio. Este es el imperativo moral que permite la realización de la armonía.

¿Podremos modificar la academia y, sin perder su profundidad científica, elevarla a otro estado del Saber?

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